Todas las artes están subordinadas a las convenciones propias de las vicisitudes de sus procesos creativos: La escritura no es la excepción; sin embargo, el arte de escribir ─en especial el género de ficción─ se toma libertades creativas diferentes a todas las demás artes, en un nivel de disimilitud tan alto que tiene por consecuencia provocar que, dentro de las pastas de un libro, el autor se convierta en un soberano y nosotros, los lectores, sus obedientes súbditos. Esto da lugar a un rango de personalidades de escritores que pueden variar desde un rey complaciente y generoso, hasta una tirana conquistadora al mando de ejércitos de leales vasallos.
¿Qué son estas convenciones propias de cada arte? Esto
puede ser fácilmente ejemplificado con el trabajo bien conocido de Miguel Ángel
Buonarroti que, si bien se vanagloriaba que su oficio consistía simplemente en
liberar las esculturas atrapadas en un bloque de mármol de Carrara, su acción
redentora le procuraba esclavizarse por meses en la ardua labor de cincelar,
tallar y pulir su obra. Lo mismo aplica al ejemplo de la capilla Sixtina, que
le cobró años de su vida acostado sobre un andamio a treinta metros de altura,
empapado literalmente en pintura y yeso. La genialidad de una obra de arte no
se queda en la idea y el concepto, requiere imprescindiblemente del artificio,
técnica, experiencia y ardua labor del artista para llevar esa construcción
mental a la realidad.
Para el escritor de ficción, estas convenciones van
más allá del uso del lenguaje o estructuras literarias, del tema, la historia o
inclusive la trama, incluso por delante de sus destrezas en el teclado o
máquina de escribir. La verdadera habilidad de un escritor es la de convertirse
en un nigromante, un conjurador de entidades que habitan en realidades alternas
totalmente desconocidas para él, pero con las que siente una conexión y una
necesidad de comunicarles que en este plano existencial habita una mente
similar; el escritor mismo. Otro acercamiento a esta habilidad es la de un
pescador de caña, que arroja su anzuelo en un lago de profundidad desconocida y
visibilidad limitada y que, dependiendo del tamaño, forma y olor de la carnada,
tiene ciertas expectativas de la clase de presa que puede atraer, pero que al
final sólo está ahí, con la mitad de las piernas hundidas en el fango, por el
mero y contradictorio placer de esperar que algo surja de las profundidades sin
ninguna expectativa de que realmente pase. De hecho, esta analogía me recuerda
una forma de pesca llamada trout tickling (cosquilleo de truchas)
mencionada en la Doceava Noche de Shakespeare, que consiste en “sobarle o
hacerle cosquillitas en la pancita a una trucha con los dedos. Si se hace de la
manera apropiada, la trucha entrará en trance después de un minuto o más y
puede ser lanzada al punto más cercano de…” y que me parece la manera más
divertida y exacta de describir a un escritor de ficción, que trata de seducir
al lector con pequeños detalles que lo hacen sentir bien (o mal, Comedia vs.
Tragedia), olvidarse del mundo, hipnotizarlo, y después el escritor puede hacer
con el lo que le plazca.
En la secundaria, la maestra de español hizo a mis
padres malgastar su dinero en comprarnos un libro con un título espantoso y
embustero: “El Galano Arte de Leer”. Leer no tiene absolutamente nada de
galanura ni de buen gusto, es como asegurar que la trucha es elegante y gallarda
por dejarse engañar por carnada o unos dedos picarones. La producción del
ingenio de la seducción siempre estará a cargo del escritor.
Regresemos al creador literario como hechicero oscuro
de entidades de otros planos; si bien pudiéramos desviarnos y enfocarnos en los
conjuros para evocar los personajes de una obra o en la de establecer una
conexión con los lectores, prefiero enfocarme en la capacidad de obtener
ayudantes infernales que le ayuden tanto en las labores menos placenteras del
galano arte de escribir como en empezar el proceso de invasión y conquista
propios del tirano-autor rex.
Rafael Sanzio y Peter Paul Rubens son al arte de la
pintura lo que autores como Michael Crichton (a propósito de tiranos rex)
e Ian Fleming son para el arte de la escritura de ficción: empleadores de
artistas anónimos que implementaron las ideas y siguieron las ideas y los
cánones de trabajo del autor principal. Este estilo de ejecución artística se
remonta a los gremios del bajo medievo, que empezaron a decaer gracias a los
mecenas del renacimiento que subvencionaron la carrera de artistas con la talla
de genios, que a su vez retomaron la idea general del gremio pero bajo una
única firma de autoría (el arte medieval se caracterizaba por ser puramente
eclesiástico y, bajo el principio de humildad, las obras raramente se atribuían
a un autor). Rafael y Rubens, cada uno en su época, competían con otros
artistas para obtener el mayor número de contratos de patronos no solo del
ámbito de la nobleza, pero también de la creciente burguesía, y fue así que
prefirieron contratar y formar estudiantes de sus técnicas de creación para que
ejecutaran sus obras mientras ellos invirtieran ese tiempo extra de no “tallar
piedra”, asistiendo a fiestas y convivios en palacios y casas nobles para asegurar
más encargos. En contraste tenemos a
Caravaggio, quien pintaba de manera individual, y aunque su obra fue vastísima,
su constante exposición a pinturas basadas en plomo terminó por provocarle un
deterioro mental que lo llevó a la muerte justo en la cúspide de su
carrera. De igual manera Crichton y
Fleming se comprometieron comercialmente a tantos proyectos que tuvieron que
evocar los servicios de ghostwriters (escritores fantasmas) para cumplir
con sus contratos, y algunos, como Robert Ludlum (Bourne Identity), que
pudieron evocarse a si mismos desde ultratumba para seguir escribiendo secuelas
de sus novelas. Después de todo “la única diferencia entre el autor y el
ghostwriter es la misma que entre la madre y la partera”.
Aunque el arte de auto-evocarse en múltiples
ejecutores de la idea propia, como hemos redactado, no es señera del arte de la
escritura per se, si se transforma en único cuando destacamos la
habilidad del autor en mantener bajo su control al lector desde los inicios de
su obra literaria. Ese mismo control que ningún pintor, compositor, periodista,
biógrafo, historiador o dramaturgo podrá tener directamente sobre la psique de
su público: la desfachatez de cambiar a voluntad el pasado, presente y futuro,
de causar congoja o felicidad al matar o darle otra oportunidad a un personaje;
del llevar al extremo la experiencia humana en un cambio caprichoso de humor
ocurrido entre un párrafo y otro.
2 comentarios:
realmente pase - algo realmente suceda
como empezar - como en iniciar los procesos
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