sábado, agosto 21, 2021

Veinticinco

 Una luz, una mesa y un vaso de agua.

Entonces, ¿no siente remordimientos por lo que hizo?

Claro, como lo sentiría cualquier persona normal. ¿Me da otro cigarrillo?

¿Cree que lo que usted hizo es normal?

No, bueno…

¿Bueno?

¡Ay! Y usted, ¿Qué hubiera hecho?

 

Un sofá, una tele, una mesita de centro y una alfombra de rombos rojos.

Chantino, eres una plasta de sofá ¿te lo han dicho? No haces nada en todo el día.

¡Ay, mamá! No empieces, me acabo de sentar.

¿Ahora así nos llevamos? “Ni impiicis”

¡Ash, cómo eres! Ándale, siéntate, vamos a ver la serie.

Bueno, pero dame un masaje en los hombros que estoy super tensa.

¡Todo quieres! Ya consíguete un güey bien acá que te haga de todo, ya te hace falta.

¡Grosero! Ven acá para darte un sopapo, mi muchachote.

 

Una caja registradora, una vitrina, dos coca-colas tamaño familiar.

Doña Sara, ¿Va a llevar algo más? ¿Sus cigarros?

No, Don Rubén, nomás con las dos cocas.

Qué bueno que lo intente de nuevo.

¡Ya sé! Y esta vez va con intención. Se lo cambié a Chanti por que empiece a trabajar.

¡Ese muchacho! Pues de hecho el señor Matis, el de la esquina naranja, el que se acaba de cambiar, me dijo que estaba buscando un muchacho para que le ayude a organizar su colección de revistas que todavía tiene en cajas.

¡Ah! ¿Don Julián? Pues mi hijo tiene un montón de comics en bolsitas, creo que eso si podría hacer. Se lo voy a mandar.


Una mesa, una estufa, dos platos con huevo revuelto, un bote de leche.

¡Buenos días!

mmm

¿Estás bien?

mmm

”mmm” ¿Qué?

Nada.

La adolescencia ataca de nuevo. ¿Vas a ir ahorita con Don Julián?

No

Chantino, ¡teníamos un trato!

¡No me importa, no quiero regresar ahí nunca más!

Pero, Chianti, querido, no te vayas… tu huevo…

 

Un escritorio con una computadora, una silla giratoria, un cenicero vacío

Sara1979

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“Julián Matis” 

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Una casa color naranja, una puerta cerrada, un interruptor de timbre eléctrico.

Hola, ¿Don Julián? Soy Sara, la mamá de Santiago.

Mucho gusto, ¿en qué puedo ayudarle?

Sé quién es usted en realidad.

No sé a qué se refiere. ¿Qué le dijo Santi?

Santiago, se llama Santiago.

¿Y bien?

¡Tiene que confesar sus crímenes!

Por favor, pase, vamos a hablar.

 


Un parque, una bicicleta en el piso, una banca, varias palomas.

Mamá, ¿por qué fumas tanto?

No lo sé Chanti, por los nervios, supongo.

¿Qué son los nervios?

Cosas de adultos, miji.

¿Son las cosas que tu y papá hablaban en el hospital antes de que se fuera?

Algo así… si, algo así.

Yo no quiero saber de cosas de adultos. Tus cigarros huelen muy feo.

Lo sé Chianti. Un día dejaré de hacerlo.

¿Lo harás por papá?

No Chianti, lo haré por ti.

 

Una sala de muebles descoloridos, una televisión vieja, muchas cajas llenas de revistas en el piso.

Siéntese, ¿le ofrezco algo de tomar?

¡Don Julián! Si usted no se entrega, yo lo voy a denunciar.

Ahora veo de dónde sacó Santiaguito lo guapo. Es usted muy atractiva Doña Sarita.

¡Esto tiene que parar! Tiene que confesar lo que le hizo a mi Chianti, y quien sabe a cuantos más.

¿Por qué no nos ponemos cómodos?

¡Aléjese!

 

De nuevo una luz, una mesa y un vaso de agua.

No estamos aquí por lo que yo hubiera hecho Doña Sara, estamos aquí por usted.

¿Y qué hay de lo que le hizo a mi hijo?

De eso ya no lo podemos enjuiciar después de lo que usted hizo. Pero si usted me lo pregunta, lo tenía más que merecido. De cierta manera mis colegas, yo incluido, le reconocemos eso, señora.

¿Y que va a pasar conmigo?, ¿y con Chianti?

Eso lo va a decidir el señor juez, pero no se preocupe, en estos casos el sistema se porta muy benevolente, no creo que le den muchos años.

¿Años?

Señora, una acuchillada es defensa propia, pero ¿veinticinco?

domingo, agosto 08, 2021

Limones Amarillos en el Jardín

Empiezo a acostumbrarme a estar mal conmigo mismo desde que tu ausencia se hizo presente. Me encojo de hombros y me lleno la cabeza de constelaciones que nos inventamos juntos en las noches de vino y telescopio. 

─Haz todo lo que ella te diga o lo vas a lamentar. Así son las embarazadas─ fue el consejo que me dio un amigo y que mantuve en mi mente todo el tiempo, menos cuando debía. Fue siempre mi idea darte todo el espacio posible y nunca discutirte, pero la casa seguía igual que siempre; era nuestra casa de pareja y no tenía ninguna señal de estar esperando nuestro bebé. Las sugerencias de comprar ropita o biberones siempre fueron denegadas y el asunto de planear los viajes de nuestras familias para venir a ayudarnos se convirtió en tabú.

Me tiro en el jardín a ver las nubes y pronto me concentro en las abejas polinizando el citrón que sembramos hace doce años, aquel que tu abuelita tundió de escobazos diciéndole que lo iba a cortar si no empezaba a dar y que el mismo verano entregó aromáticos jazmines y ya en diciembre dejaba caer al suelo jugosos limones amarillos.

Al fin, una mañana dos semanas antes de la fecha tentativa de parto, la fuente se rompió mientras te ayudaba a levantarte para ir al baño. Le mandé inmediatamente un texto a la partera y seguí las hojas con instrucciones que listaba equipo que no había visto por la casa, pero de lo que claramente me acordaba era haberte comentado ─tres meses atrás─ que procuraras todo lo que ahí decía. Al indagar sobre la localización de las cosas mi estado pasó de emoción por lo que se avecinaba, a horror por todo lo que tenía que reunir y preparar en un lapso de dos horas.

 Una tonada lejana, con cotes electrónicos de bocina mal bobinada en la radio de algún vecino, quirúrgicamente extrae de mi parietal derecho el otoño que pusimos una sartén de peltre para procurarnos la miel que de vez en cuando escurría de entre el tejado de la cochera.

Lo primero que me dijiste fue ─sube la temperatura del calentador─, a lo que respondí con una aserción labial, tratando de organizar mi mente con prioridades como prender el horno para desinfectar las cosas que se iban a utilizar durante el parto y conectar el tubo a la regadera para poder llenar la alberquita en la que el bebé nacería bajo el agua.

Las nubes que destierran el carruaje de apolo de la bóveda del recuerdo de tus besos se desploman sobre el socavón de mis sentimientos desterrados, llenándome de una neblina que quirúrgicamente devana mi cerebro en imágenes de melodías en francés donde tu y yo desnudos bebemos champagne en la bañera y nos acariciamos mutuamente con los pies.

Reconozco que lo de no saber el sexo del bebé hasta el momento de nacer fue algo que yo propuse y que los dos estuvimos de acuerdo: qué difícil fue encontrar ropa de colores o motivos neutros ─la ropa amarilla para bebé no es tan común como hubiera imaginado─. Justo estaba divagando en eso cuando volviste a recordarme lo de subirle la temperatura al boiler, a lo que volví a contestarte afirmativamente, pero de manera más gutural, denotando algo de impaciencia.

Alégrate corazón, espero que al menos tu puedas. Mi alma esta llena de plagios cibernéticos de letras que ayuden a entender nuestras sonrisas y besos en las fotos de los parques y de los cerros, encerrados entre paréntesis en la ecuación constante de nuestros reproches y regaños.

Entonces empezaron a invadir mi mente los meses de procrastinación, la falta de ropa, de biberones, sólo había un paquete de pañales de recién nacido que alguien del trabajo me regaló, la cuna estaba sin armar, tus papás ni siquiera habían comprado los boletos de avión. Nuestros “amigos” no contestaban los mensajes, el cuarto del bebé sin arreglar y sin decorar, nada de comida para el bebé: Todo esto empezó a subirse a mi cabeza, a mezclarse con todo lo que estaba en la lista, y entonces me repetiste ahora con enojo ─por favor, ve y súbele la temperatura al calentador─ y dejé de ser yo mismo. Cuando recapacité sólo pude ver lágrimas en tus ojos y una expresión de terror. Tuve una sensación de culpa como no había sentido antes, no quería ser yo ni quería que nadie estuviera en mi lugar. Jamás pensé que hubiera podido gritarte, y muchísimo menos en este momento y en esta condición. Debí abrazarte y pedirte perdón, pero me salí inmediatamente al sótano a arreglar lo del agua.

El amor es demasiado valioso, aunque sea sentirlo por tan solo un segundo, pero la vida sin muerte es simplemente imposible. Me doy cuenta de que todo sucumbía entre nos desde hacía años y de que todo el tiempo ni las canciones del mundo tenían manera de curarlo.

Mientras el agua caliente de la bañera de parto se derramaba roja sobre la alfombra, lloraste y besaste a nuestro bebé con una sonrisa que se quedó eterna en tu rostro cuando te desvaneciste en mis brazos ante la incapacidad de la partera de contener tu hemorragia antes de que llegara la ambulancia.

Esta mañana la radio me cura y me hace alucinar los limones caer sobre las faldas de la abuela, que en seguida va y los ofrenda a los reyes y reinas del panal que jamás pudimos ver.

Tentaciones

La ciudad se va cubriendo de negro mientras me dirijo al viejo barrio de Ximending. La noche pinta bien en este distrito donde los cines, las compras, los puestos de bocadillos, los bares y funciones de arte callejeras crean un ambiente de lozanía en que los jóvenes dan rienda suelta al júbilo del fin de semana.

Al arribar a la estación, una avalancha de humanidad me arrastra hasta las escaleras eléctricas que llevan al nivel de la calle. Conozco bien este lugar y mis pasos logran desviarse de la estampida hacia un callejón semicircular lleno de bares dispuestos uno a continuación del otro.

Haydee me espera justo afuera del bar. Todavía no me acostumbro a su despampanante belleza, a sus largas piernas torneadas, encasquilladas en esos shorts blancos apretados. Sus enormes ojos casi equinos tienen esa peculiaridad de atravesarme el alma con una mirada. Le planto un beso en la mejilla y disfruto enormemente sentir sus labios carnosos hacerme lo mismo. Nos vemos fijamente por unos instantes, sabemos que nos gustamos y que algo podría darse en cualquier momento.

Ella desvía su mirada a su celular, y tras unos dedazos me dice: ─Mis amigos están por llegar.

─¿Cuántos vienen? ─Pregunto.

─Como seis. Te van a caer muy bien. ─Me contesta, como tratando de darme ánimos, y su respuesta me causa humor; de hecho, prefiero que haya más personas alrededor esta noche, al menos por unas horas. Me provoca cierta desazón la diferencia de edades y ciertas necesidades económicas que hasta el momento le he ayudado a solventar, pero no quiero descartar el efecto y las consecuencias que algunas rondas de tragos nos puedan traer a colación.

─Creo que lo mejor será que vayamos pidiendo lugar para cuando lleguen. ─Le aviso, al tiempo que me vuelvo y le hago la petición al mesero que ya se había apostado junto a la puerta desde que nos vio llegar, o al menos lo intento: los ojos desorbitados y actitud nerviosa me hacen entender en dos segundos que el tipo no habla pizca de inglés. Antes de poder reaccionar, siento la mano de Haydee tomar mi brazo, y observo como su fluido mandarín transforma la angustia del pobre sujeto en una sonrisa de alivio. Inmediatamente nos conduce hacia una mesa para diez.

Ella se sienta muy pegada junto a mí y empieza a jugar con mi mano.

─¿Y qué dicen tus líneas? ─Me pregunta, como continuación de una plática que dejamos dos días atrás cuando le hice una demostración de mis pobres intentos de quiromancia.

─Tienes buena memoria. ─Le respondo con una mueca de gracia mezclada con ironía. ─¿Ves esta línea que llega casi hasta la muñeca? Significa que voy a vivir muchísimo tiempo…

─¿Y en el amor? ─Rápidamente interrumpe.

─Ya no tengo más líneas que crucen la línea del amor, supongo que estaré solo el resto de mi vida.

Mi respuesta parece desconcertarla un poco, y como si estuviera predestinado, en ese preciso momento llegan sus amigos ─siete hombres─. Nos ponemos de pie para saludarlos y hacer las presentaciones. Entonces pasa algo chistoso: ella nos empieza a acomodar y me pone en medio de otros: un sujeto menudito de lentes y un gordito simpático entallado en una camisa semi desabotonada estilo hawaiano con su amplio pecho lampiño al descubierto. Ella se sienta del otro lado de la mesa.

Empezamos a pedir tragos, tequila en su mayoría, según ellos para honrar a sus dos anfitriones mexicanos. Después de un rato de risas y chistes en varios idiomas entremezclados, el gordo, que dijo llamarse Alan, deja caer su rechoncha mano sobre mi muslo derecho, diciéndome con un inglés japonizado y una sonrisa coqueta de ojos brillosos ─¡eres lindo! ─Más que ruborizarme, me causa ternura, y sin retirarlo le contesto en forma muy sincera ─¡Muchas gracias! Tú también. ¿A qué te dedicas?

─Soy representante de ventas de teléfonos inteligentes. ─Dijo, variando su tono coqueto a una postura galante y profesional.

─¡Qué interesante! Yo trabajé diseñando esa tecnología algunos años atrás. ─Contesto, desviando la conversación a terrenos profesionales. Así seguimos por un rato, sin olvidarme de intercambiar ocasionalmente miradas de complicidad con Haydee, como tratando de averiguarnos hasta dónde nos había ya desinhibido el alcohol, y es justo en medio de uno de esos encuentros visuales, que un leve apretón en mi pierna me recuerda que Alan nunca retiró su mano, y mi intempestivo desvío de la mirada hacia abajo de la superficie de vidrio la hace darse cuenta de tal demostración homosocial de afecto. La reacción de sorpresa de sus ojos entornados debajo de esas hermosas pestañas negras alargadas, dan lugar a una carcajada que nos deja a todos los comensales en un breve silencio, seguido del más delicioso contagio de alborozo colectivo que he disfrutado en décadas.

Horas después, por fin, ella se levanta y comienza a despedirse. Yo, tras una breve participación en el abucheo, también me levanto y hago lo mismo.

─Te vi subir muchas fotos a Instagram. ¿Me agregas? ─Insiste Alan.

─Claro que sí. ─Después de intercambiar cuentas, me abraza y susurra al oído ─Sabes que soy gay, ¿verdad?

─Lo intuí. ¿Tienes algún problema con que yo no lo sea? ─Respondo con voz suave e invitante.

─No, lindito. ─Contesta mientras nos separamos, mirándome con esa ternura que parece serle patente.

Adentrados en los ya vacíos callejones que una lluvia pasajera ha dejado resbalosos, nos tomamos del brazo para no caernos mientras nos dirigimos hacia una avenida más transitada.

─¿Por qué no te quedaste más rato? Al parecer hiciste un buen amiguito ─Me pregunta Haydee con un tono de sarcasmo, y tal vez una o dos gotas de celos.

─¿Ya olvidaste que te prometí acompañarte a casa? Está super solo. Además, eres la única en todo Taipéi que tiene que levantarse temprano en sábado para ir a dar clases de español.

─Tu siempre tan caballeroso y atento. Tal vez fue lo que le gustó de ti al gordito.

─¿Es lo que es atractivo de mí? ─No veo su reacción por estar pidiendo un Uber en mi celular.

En el trayecto empezamos a poner canciones en nuestros celulares. Vamos cantando como locos. El chofer nos ignora. Nos burlamos de los mensajes de coqueteo que Alan empieza a mandarme y nos alternamos para contestarle.

─Tienes tu pegue con los chicos, quien tuviera tanta suerte. ─Me dice con sorna y creando cierta distancia a la vez. Sé que nos acercamos a su casa.

─Sólo con chicos que ganan buen dinero, tal vez me saquen de trabajar. ─Lo digo con burla y mi respuesta le cambia el semblante.

Tras bajarnos del auto la acompaño hasta la puerta de su casa. Nos despedimos con un beso de amistad y me encamino hacia la calle principal a pedir otro Uber. Me quedo pensando si realmente quiero regresarme a dormir. Algo comienza a darme cierta curiosidad y decido tentar al destino: le envío un mensaje a Alan para saber dónde sigue la fiesta.