Anoche
tuve la misma pesadilla con el pez: Sus ojos sin párpados, su mirada de terror,
gritándome en bocanadas “¡Help! ¡Help me!” y yo lo abrazo y le digo “Calma
amigo, estás libre.” lo pongo en el agua y segundos después el infeliz brinca
al bote de nuevo. Aquello se repite una y otra vez, conmigo gritándole siempre
de mil maneras diferentes que no vuelva más; así hasta que despierto.
Ahogarse
en definitiva debe ser más placentero en alcohol que en el agua, e
infinitamente mejor que ahogarse en el aire. No recuerdo la última vez que
estuve sobrio. El sonido del oleaje desde la terraza de mi nueva casa de playa
me ayuda a quedarme en la cogorza por largo tiempo y siempre atina en remontarme
al origen de mis pesadillas, de cuando todavía tenía aquella casa en el norte
de California. Aunque nunca tuve afición alguna por la pesca ─y sigo sin
tenerla─, experiencias con nuevos amigos nunca está de más, sobre todo con la
promesa alcohol en abundancia y posibles nuevos clientes o socios. Tras varias
horas de cervezas e historias de negocios ya lanzaba el anzuelo hasta sin
carnada. Sorpresivamente algo mordió y, con el apoyo de los gritos de emoción
de un montón de borrachos, saqué aquel enorme, plateado y hermoso pez. La
borrachera continuó en mi casa y por alguna razón alguien decidió que como yo
lo pesqué, era mi responsabilidad deshacerme de él ─o algo así. Los vapores de
la embriaguez nublan mi memoria del porqué terminó en mi sótano.
Días
después el hedor en el sótano era insoportable. El pescado era tan enorme y
viscoso que era imposible para mí sacarlo de ahí. Traté de aminorar la
pestilencia con cal esparcida sobre los restos, amarré un paliacate mojado a modo de
mascarilla y empecé a cavar un hoyo ahí mismo para darle sepultura. Pensé que
había roto una tubería cuando me detuvo el ruido contundente de choque con
metal. Quité con cuidado la tierra que para mí alivio continuaba seca y una
caja de madera con bordes metálicos comenzó a descubrirse. La misma pala sirvió
para abrirla y descubrir que estaba llena de una multitud de monedas en varios tamaños
y tonos metálicos brillantes, con escudos de dos torres en las caras e
inscripciones en latín “Vtraque Vnum”.
Procuro
curarme las noches de pesadilla con el pez con un pequeño ritual que no
recuerdo ni cuando comencé: Consiste en sacar de la caja fuerte la urna donde
aún conservo los restos que calciné aquel mismo día ¿o tal vez fue unos días
después cuando los vecinos se quejaron del olor? ─No lo recuerdo. Tomo una
pizca de sus cenizas, las mezclo en mi vaso con güiski y me tiro a saborearlos
en la terraza, escuchando la deliciosa música del mar y, aunque lo más seguro
es que no hagan nada, me provoca placer jugar con la idea de que envenenan mi
sangre en un autoflagelo redentor de mi pecado de asfixiar aquel animal, aunque
muy bien sé que ni todas sus cenizas ni todo el alcohol del mundo me harán olvidar
el terror y las súplicas que el pez me hacía por devolverlo al agua.
1 comentario:
show, don't tell
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