martes, marzo 09, 2021

Taoyuan Airport


La velada en Taipei no pudo ser más perfecta. Esperando mesa en el oyster bar, Wendy se dió cuenta que yo sabía demasiado de la ciudad, de buenos restaurantes, qué decir y hacer. Ella no es tonta, y es algo que valoro. La considero mi igual, y eso me atrae. Nuestra comunicación era en inglés, pero nacimos bajo lenguajes muy diferentes; yo el español y ella el mandarín. Puse fin a su curiosidad diciéndole que sí, que había salido antes con otras mujeres de esta ciudad. Esta confesión gradualmente la empezaría a poner más celosa, casi difusa, hasta llegar al punto de tener que aclarar las cosas de vuelta en el hotel. El mismo hotel donde más temprano le canté una canción en el sofá mientras coqueteabamos con la mirada; misma canción que le compuse durante la noche anterior. "No me lo esperaba" dijo, y me preguntó el título de la canción; "Special", le respondí. Recuerdo muy bien ese sofá junto a la ventana, donde le di un masaje mientras ella atendía una junta en su celular con un cliente importante. La misma ventana por donde ella juraba había visto a un hombre desnudo en otra ventana de un edificio cercano; excusa para estar juntos buscando un punto en el horizonte y darme una oportunidad de intentar besarla. Y aunque lo descifré, y lo deseé, no lo intenté; mis dudas eran excesivas. Si no fuera por nuestra línea de trabajo, otra hubiera sido esta historia.

Nos conocimos varios años antes en un izakaya al que un colega nos convocó. Yo le dije que invitara a una persona en particular. Él fingió confusión y la trajo a ella. Wendy no recibía órdenes de él, de hecho ella no estaba segura por qué estaba ahi. Esta era una cena de reconciliación por viejas rencillas entre el equipo local y el mio, y mientras la diplomacia hacía su trabajo, yo me concentraba en ella: en la tristeza en sus ojos, en esa mirada profunda y nostálgica que se grabaría en mi mente para siempre. Esa misma tristeza que no estaba en sus ojos esa noche en el hotel; no sé si por la oscuridad interrumpida frecuentemente entre los destellos del 101, o porque sus ojos estaban llenos de celos e ira.

Ella permanecía ahí, acostada junto a mí, viendo al techo, y yo, sobre mi costado, viéndola a ella. La deseaba y ella lo sabía, pero hasta entonces ella en su mente se hacía la primera, la que abriría a este westerner a su cultura, a los laberintos de un estilo de feminidad nunca antes por mi concebida, pero ahora se sentía tracionada por mí y por sus propias ilusiones. Me advirtió que no fuera a cometer alguna estupidez. Yo no supe bien a que se refería y le elaboré un discurso, el cual culminé con una frase que acuñé en mi mente días antes: "no seremos los primeros, ni los últimos".  Esto la convenció. Puse la mano en su vientre y cuando intenté besarla respondió "a este tipo de estupideces me refería". Cuando empezaba a considerar una nueva estrategia, mire al reloj digital en el buró que escribía 4:40 en dígitos rojos, como los de una bomba de esas de las películas. No había tiempo para nada más, los dos lo sabíamos y nos levantamos a hacer las maletas. 

Disfruté como nunca nuestro trabajo en equipo, nuestra fijación por cumplir con los milestones. De su forma de dar órdenes, de tomar decisiones, y de preguntarme sólo lo indispensable. Ella sabía a la perfección como empacar mis herramientas, y eso me pareció demasiado sexy. A las 5:40 estaban todas las maletas listas. Sus regaños y recomendaciones me cayeron en gracia. Tomé el teléfono para notificar de nuestra salida. Todos los preparativos estaban listos, el taxi llegaría a las 6:00. Nos turnamos para ir al baño y lavarnos los dientes: no había aún confianza para otra cosa. 5:50 la abracé y no la quería soltar, ni ella a mi, pero como buenos profesionales la sensación de urgencia nos empezó a hervir. Dimos una última mirada a la habitación que fue nuestra por un día, y deseé que el tiempo se parara ahí. Lo último que vi fue la aurora asomándose por la ventana, y en la luz carmesí del despertador: 5:50. Repasamos los planes una vez más mientras bajábamos el elevador, dejé las llaves en el lobby mientras el taxi nos esperaba. El botones puso los bultos en el maletero y, al darme un papelito con el número del taxi, me preguntó el destino, a lo cual le contesté: Taoyuan airport. Aventé la mochila al asiento y me volví hacia ella. La abracé y le dije "todo va a estar bien". Por último, le susurré al oido en español "te quiero mucho". Ella quiso contestarme algo, pero no lo logró. Me di la vuelta y me subí al taxi. Wendy se quedó ahí, pequeña y sola, en medio de la ridículamente enorme entrada del hotel. Desde la ventana del auto, se me deshizo el corazón en un segundo cuando descubrí en su rostro los mismos ojos de cristal y de melancolía de la noche en que la conocí, aquella noche en que su exnovio la dejó, y la verdadera razón por la cual mi colega la había invitado. Ahora yo la dejaba en ese país al otro lado del mundo; de mi mundo. Nunca dejé de verla mientras el taxi arrancaba y ella nunca se movió del lugar donde la abracé. En el momento en que la perdí de vista me asaltó un pensamiento que marcaría mi vida: Siempre terminamos huyendo de lo que no queremos dejar ir.

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