Dicen los que lo vieron. Yo no estaba, pero me dijeron.
En el pueblo de Argos vivía Telémaco, un
niño de rizados cabellos dorados que jugaba entre las concurridas calles. Menelao, el
capellán, observaba a Telémaco en secreto desde la ventana de la sacristía.
Diómedes, el carnicero, no perdía ocasión de acariciar las manos delicadas del
niño cuando le entregaba el cambio. Anaxibia, la tendera, lo invitó en secreto
en más de una ocasión a la trastienda, a lo cual el niño se negó siempre,
sonrojado, soltando una sonrisilla pícara justo antes de salir corriendo con la
bolsa del mandado.
Cada sábado
por la mañana se ponía el mercado en la plaza principal. En el puesto de
naranjas coincidieron el capellán y la tendera. Telémaco pasó corriendo frente
a ellos. Las miradas de Anaxibia y Menelao no pudieron más que seguirlo. Al
sentirse mutuamente delatados en su deseo por el pequeño, sus mentes comenzaron
a urdir de entre la duda y el deseo, su propia y legítima redención.
─¡Buenos
días, Padre! ¡Qué fresquita está la mañana, ¿eh?
─Anaxibia saludaba así al capellán, mientras acomodaba dos cucuruchos de
naranjas en su red.
─Un poquito
fresca doña Anaxibia, sí, un poquito fresca. ¡Pero ya calentará!
─Respondía el capellán, que esa mañana vestía sobre la sotana una chamarra de corduroy.
─¡Ese niño! Tan
bonito, pero tan travieso. Ojalá nunca lo hubiera visto espiar por entre los
barrotes de las ventanas del convento, esas pequeñas que dan a los baños de las
monjas.
─Murmuró el capellán.
─¡Precioso! Tan
rollizo, pero tan pícaro. Ojalá jamás le hubiese pescado tratando de mirarme
por debajo de las enaguas al agacharme a llenar los frascos con keroseno.
─Susurró la tendera.
Pero en los
mercados nada que se susurre o se murmure queda en subrepticio. En los días que
siguieron, Telémaco era injustamente regañado por los adultos, aislado por sus
amigos, rehuido por las niñas.
─Lo mejor
será que venga a servir a la iglesia como monaguillo. Creo que eso lo ayudará a
enderezar su camino y acercarse a Dios.
─Sugirió el capellán a la madre de Telémaco.
Después de la
misa, Menelao indicó a Telémaco que lo esperara en la sacristía, para que le
ayudara a contar las limosnas. Una vez que se quitó la sotana, cerró la puerta
y se quedaron los dos a solas.
─Te ves muy
tenso, tómate una de esas pastillas que están junto el cepo, para que te
relajes.
─Ordenó Menelao, con un gesto gentil, pero con la autoridad de una mano firme
con dedos relajados.
En unos
minutos, el niño empezó a sentirse somnoliento; el capellán comenzó a masajear con
concupiscencia los hombros de su recién adquirido catamita.
─ ¡Pam!
─De repente, la puerta de la sacristía se abrió con violencia. Era
Diógenes, el carnicero.
El puesto de
carne en el mercado se pone siempre en frente del de las naranjas. Diógenes vio
también al niño correr por el mercado, y reconoció la mirada de complicidad entre
la tendera y el capellán. Él también deseaba al niño, pero no así. Tomó al niño
en sus brazos y lo llevó con su madre.
El secreto
del capellán se esparció rápidamente.
Menelao ahora es cura en otro pueblo, y la mirada acusatoria del carnicero pronto provocó que Anaxibia traspasara la tienda, mudándose a la capital para nunca ser vista de nuevo.
Esto es
verdad y no miento. Como me lo contaron lo cuento.
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