martes, marzo 23, 2021

El Niño de Argos


Dicen los que lo vieron. Yo no estaba, pero me dijeron.

En el pueblo de Argos vivía Telémaco, un niño de rizados cabellos dorados que jugaba entre las concurridas calles. Menelao, el capellán, observaba a Telémaco en secreto desde la ventana de la sacristía. Diómedes, el carnicero, no perdía ocasión de acariciar las manos delicadas del niño cuando le entregaba el cambio. Anaxibia, la tendera, lo invitó en secreto en más de una ocasión a la trastienda, a lo cual el niño se negó siempre, sonrojado, soltando una sonrisilla pícara justo antes de salir corriendo con la bolsa del mandado.

Cada sábado por la mañana se ponía el mercado en la plaza principal. En el puesto de naranjas coincidieron el capellán y la tendera. Telémaco pasó corriendo frente a ellos. Las miradas de Anaxibia y Menelao no pudieron más que seguirlo. Al sentirse mutuamente delatados en su deseo por el pequeño, sus mentes comenzaron a urdir de entre la duda y el deseo, su propia y legítima redención.

─¡Buenos días, Padre! ¡Qué fresquita está la mañana, ¿eh?

─Anaxibia saludaba así al capellán, mientras acomodaba dos cucuruchos de naranjas en su red.

─Un poquito fresca doña Anaxibia, sí, un poquito fresca. ¡Pero ya calentará!
─Respondía el capellán, que esa mañana vestía sobre la sotana una chamarra de corduroy.

─¡Ese niño! Tan bonito, pero tan travieso. Ojalá nunca lo hubiera visto espiar por entre los barrotes de las ventanas del convento, esas pequeñas que dan a los baños de las monjas.

─Murmuró el capellán.

─¡Precioso! Tan rollizo, pero tan pícaro. Ojalá jamás le hubiese pescado tratando de mirarme por debajo de las enaguas al agacharme a llenar los frascos con keroseno.

─Susurró la tendera.

Pero en los mercados nada que se susurre o se murmure queda en subrepticio. En los días que siguieron, Telémaco era injustamente regañado por los adultos, aislado por sus amigos, rehuido por las niñas.

─Lo mejor será que venga a servir a la iglesia como monaguillo. Creo que eso lo ayudará a enderezar su camino y acercarse a Dios.

─Sugirió el capellán a la madre de Telémaco.

  Después de la misa, Menelao indicó a Telémaco que lo esperara en la sacristía, para que le ayudara a contar las limosnas. Una vez que se quitó la sotana, cerró la puerta y se quedaron los dos a solas.

─Te ves muy tenso, tómate una de esas pastillas que están junto el cepo, para que te relajes.

─Ordenó Menelao, con un gesto gentil, pero con la autoridad de una mano firme con dedos relajados.

En unos minutos, el niño empezó a sentirse somnoliento; el capellán comenzó a masajear con concupiscencia los hombros de su recién adquirido catamita.

─ ¡Pam!

─De repente, la puerta de la sacristía se abrió con violencia. Era Diógenes, el carnicero.

El puesto de carne en el mercado se pone siempre en frente del de las naranjas. Diógenes vio también al niño correr por el mercado, y reconoció la mirada de complicidad entre la tendera y el capellán. Él también deseaba al niño, pero no así. Tomó al niño en sus brazos y lo llevó con su madre.

El secreto del capellán se esparció rápidamente.

Menelao ahora es cura en otro pueblo, y la mirada acusatoria del carnicero pronto provocó que Anaxibia traspasara la tienda, mudándose a la capital para nunca ser vista de nuevo.

Esto es verdad y no miento. Como me lo contaron lo cuento.


No hay comentarios.: