Empiezo a acostumbrarme a estar mal conmigo mismo desde que tu ausencia
se hizo presente. Me encojo de hombros y me lleno la cabeza de constelaciones
que nos inventamos juntos en las noches de vino y telescopio.
─Haz todo lo que ella te diga o lo vas a lamentar. Así
son las embarazadas─ fue el consejo que me dio un amigo y que mantuve en mi mente todo el
tiempo, menos cuando debía. Fue siempre mi idea darte todo el espacio posible y
nunca discutirte, pero la casa seguía igual que siempre; era nuestra casa de
pareja y no tenía ninguna señal de estar esperando nuestro bebé. Las
sugerencias de comprar ropita o biberones siempre fueron denegadas y el asunto
de planear los viajes de nuestras familias para venir a ayudarnos se convirtió
en tabú.
Me tiro en el jardín a ver las nubes y pronto me concentro en las abejas
polinizando el citrón que sembramos hace doce años, aquel que tu abuelita tundió
de escobazos diciéndole que lo iba a cortar si no empezaba a dar y que el mismo
verano entregó aromáticos jazmines y ya en diciembre dejaba caer al suelo jugosos
limones amarillos.
Al fin, una mañana dos semanas
antes de la fecha tentativa de parto, la fuente se rompió mientras te ayudaba a
levantarte para ir al baño. Le mandé inmediatamente un texto a la partera y
seguí las hojas con instrucciones que listaba equipo que no había visto por la
casa, pero de lo que claramente me acordaba era haberte comentado ─tres meses
atrás─ que procuraras todo lo que ahí decía. Al indagar sobre la localización
de las cosas mi estado pasó de emoción por lo que se avecinaba, a horror por
todo lo que tenía que reunir y preparar en un lapso de dos horas.
Una tonada lejana, con cotes electrónicos de bocina mal bobinada en la radio de algún vecino, quirúrgicamente extrae de mi parietal derecho el otoño que pusimos una sartén de peltre para procurarnos la miel que de vez en cuando escurría de entre el tejado de la cochera.
Lo primero que me dijiste fue
─sube la temperatura del calentador─, a lo que respondí con una aserción
labial, tratando de organizar mi mente con prioridades como prender el horno
para desinfectar las cosas que se iban a utilizar durante el parto y conectar
el tubo a la regadera para poder llenar la alberquita en la que el bebé
nacería bajo el agua.
Las nubes que destierran el carruaje de apolo de la bóveda del recuerdo
de tus besos se desploman sobre el socavón de mis sentimientos desterrados,
llenándome de una neblina que quirúrgicamente devana mi cerebro en imágenes de
melodías en francés donde tu y yo desnudos bebemos champagne en la bañera y nos
acariciamos mutuamente con los pies.
Reconozco que lo de no saber
el sexo del bebé hasta el momento de nacer fue algo que yo propuse y que los
dos estuvimos de acuerdo: qué difícil fue encontrar ropa de colores o motivos
neutros ─la ropa amarilla para bebé no es tan común como hubiera imaginado─.
Justo estaba divagando en eso cuando volviste a recordarme lo de subirle la
temperatura al boiler, a lo que volví a contestarte afirmativamente, pero de
manera más gutural, denotando algo de impaciencia.
Alégrate corazón, espero que
al menos tu puedas. Mi alma esta llena de plagios cibernéticos de letras que
ayuden a entender nuestras sonrisas y besos en las fotos de los parques y de
los cerros, encerrados entre paréntesis en la ecuación constante de nuestros
reproches y regaños.
Entonces empezaron a invadir
mi mente los meses de procrastinación, la falta de ropa, de biberones, sólo
había un paquete de pañales de recién nacido que alguien del trabajo me regaló,
la cuna estaba sin armar, tus papás ni siquiera habían comprado los boletos de
avión. Nuestros “amigos” no contestaban los mensajes, el cuarto del bebé sin
arreglar y sin decorar, nada de comida para el bebé: Todo esto empezó a subirse
a mi cabeza, a mezclarse con todo lo que estaba en la lista, y entonces me
repetiste ahora con enojo ─por favor, ve y súbele la temperatura al calentador─ y dejé de ser yo mismo. Cuando recapacité sólo pude ver lágrimas en
tus ojos y una expresión de terror. Tuve una sensación de culpa como no había
sentido antes, no quería ser yo ni quería que nadie estuviera en mi lugar.
Jamás pensé que hubiera podido gritarte, y muchísimo menos en este momento y en
esta condición. Debí abrazarte y pedirte perdón, pero me salí inmediatamente al
sótano a arreglar lo del agua.
El amor es demasiado valioso, aunque sea sentirlo por tan
solo un segundo, pero la vida sin muerte es simplemente imposible. Me doy
cuenta de que todo sucumbía entre nos desde hacía años y de que todo el tiempo ni
las canciones del mundo tenían manera de curarlo.
Mientras el agua caliente de la bañera de parto se
derramaba roja sobre la alfombra, lloraste y besaste a nuestro bebé con una
sonrisa que se quedó eterna en tu rostro cuando te desvaneciste en mis brazos ante
la incapacidad de la partera de contener tu hemorragia antes de que llegara la
ambulancia.
Esta mañana la radio me cura y me hace alucinar los
limones caer sobre las faldas de la abuela, que en seguida va y los ofrenda a
los reyes y reinas del panal que jamás pudimos ver.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario