Érase que se era un joven que escribía y componía frases y estrofas
para su amada, y de tantos dias y de tantas palabras nacieron junto a
él malezas y enrramadas. Su cuarto entonces se convirtió en selva.
Los monos y las boas se trepaban por sus piernas y se colgaban de sus
brazos, más sin embargo, el joven nunca de sus cartas y versos se alejaba.
Los días y los meses pasaron; el joven flaco y cansado seguía
escribiendo sin descanso. Llegaron los bomberos a sacarlo de entre los
juncos, poniendo fin a las quejas de los vecinos, cuyas cocinas eran
asaltadas por los tigres, leopardos y jaguares que de la jungla escapaban.
Ya en la sala, con la barba mas allá de la papada, y el cabello
revuelto y desenvuelto, el muchacho proseguía en su escribanía,
adornando las cartas con grabados y estocados de tinta, y de llanto
melancólico y profundo por la lejanía de su bella amada... pero, de
pronto pensó --¿Es en realidad bella mi amada? Hace tanto que no la veo, que apenas y recuerdo su rostro, sus razgos o sus ojos... sólo
recuerdo cuanto la amo, cuanto la añoro-- Y entonces el joven perdió
la opacidad de la locura en sus ojos, y con un nuevo brillo fulgurante, cortó sus barbas, peinó sus cabellos, se puso sus mejores ropas, salió
por la puerta, caminó media cuadra, e hizo sonar el timbre de la puerta
de la casa donde habitaba su amada.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario